Thursday, August 24, 2006

OZU

El tiempo pasa. Los tiempos cambian. La gente dice esto todo el tiempo. Es parte de la vida, es inevitable. Los rucos sobre todo, lo dicen mucho. Un día te despiertas y te acuerdas de algo que pasó en tu niñez y se siente realmente lejano. Otros días vives el cambio segundo por segundo, en toda su importancia e inevitabilidad. Pero las cosas tienen que cambiar para poder continuar. He ahí la paradoja que por toda la historia ha regido nuestra existencia. Lo que casi nadie menciona nunca es como los cambios duelen. Cómo el tiempo pasa y con él las cosas cambian y como incluso aunque sea en nuestro beneficio, los cambios que vienen con el paso del tiempo duelen.

En el cine, por lo que he visto, nadie ha podido expresar este pensamiento tan bello de forma tan elocuente como Yasujiro Ozu. He visto solo dos películas de él y hay algo casi zen en la manera en que narra sus historias con imágenes. Casi, digo, porque para llegar a un trip zen se necesita de un cierto desapego emocional, y las películas de Ozu escurren sentimiento, aunque sea al estilo japonés, siempre oculto bajo la buena cara y el comportamiento propio y educado.

El tipo sabía qué pedo. Sus películas parecen hechas por un anciano contemplando la vida en la paz de la vejez, pero no era un anciano cuando las hizo todas. Trabajó primero en el cine mudo, luego en el sonoro en blanco y negro, y finalmente en color, antes de morir en los 60’s. Le tocó vivir el principio de siglo, el cambio de Japón de imperio cerrado a nación poderosa a derrotados y masacrados en la Segunda Guerra Mundial, y a su renacimiento como potencia económica. Tal vez por eso meditaba tanto acerca del paso del tiempo y los cambios, la muerte, la destrucción de una cosa para el nacimiento de otra, el dolor de seguir para disfrutar. Y no lo hace con imágenes de horror o de sangre o de caos. Sus películas transcurren pacíficamente. Sus personajes siempre encuadrados entre las paredes de sus casas, su cámara casi siempre estática, atenta a los sonidos naturales, fascinada por los barcos y los trenes que recorren la tierra con gente adentro.
Historia de Tokio y Late Spring, ambas consideras obras cumbre de la cinematografía mundial, hablan con imágenes de estos temas. En la primera, una pareja de ancianos visita a sus hijos en la capital japonesa sólo para descubrir que están muy ocupados para atenderlos. Pero Ozu no es mexicano, su cine no es melodrama, sus personajes no lloran y se quejan porque sus hijos no los pelan. Aceptan las cosas, al menos en apariencia, y responden como todo japonés, con dignidad y meditación, con una conmovedora aceptación de los cambios de la vida.

En Late Spring, una chica casi solterona vive contenta con su padre viudo hasta que las presiones sociales comienzan a hacerle ver que se tiene que casar pronto. Su resistencia tiene más que ver con el miedo al cambio que con el amor a su papá, pero eso es irrelevante, pues las cosas tienen qué cambiar para poder continuar, aunque duelan.
Ambas películas comparten un final conmovedor, en el que un personaje, solo, confronta el paso del tiempo y sus consecuencias. En La Historia de Tokio, el patriarca mira el mar y observa el tren que pasa mientras se echa aire con un abanico. En Late Spring, después de la felicidad de la boda de la hija, de la peda con los amigos, de las pláticas y de los consejos, de la sonrisa y la tranquilidad por ver a su hija finalmente casada, el viudo se va a su casa, se sienta en su sala, y mientras lo observamos con tres cuartos de su espalda hacia la cámara, sin verle los ojos o el rostro, se inclina hacía abajo y pone sus manos en su cara, como llorando. La vida duele, pero está bien. El tren seguirá pasando, y todo va a continuar.

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